Pablo Neruda tiene un poema a las cosas rotas: “Se van rompiendo cosas en la casa, como empujadas por un invisible quebrador voluntario”, dice.
Cuando lo escribe él, pues suena bonito. Cuando pasa, no es nada lindo.
Esta semana ha sido la semana de las cosas rotas. Nada de metáforas endulzadoras de realidades. Cosas de verdad, rotas de verdad.
La primera cosa rota fue el vidrio lateral de la camioneta. El lunes. Tenía un golpe que, nuestras teorías de investigación (más tipo PGR que tipo CSI) determinaron que fue un desafortunado accidente, sin culpables, por supuesto. Pero, cuando fuimos a la vidriera nos dimos cuenta de que lo más desafortunado no era el golpe, si no los 2 mil 200 pesos que costó el accidente.
Desafortunado: persona sin fortuna.
Eso fuimos nosotros cuando dejamos esa fortuna en manos de un señor que ni siquiera usa camisa interior y que en menos de 5 minutos puso en su sitio el vidrio aquél que, con lo que pagamos, esperaba yo ver algo así como un cristal tipo LCD o que viniera con alguna etiqueta de “hecho por mano de obra infantil tailandesa”… pero nel. Era un vidrio mucho más corriente que común, porque además, tardó dos días en llegar.
Pero apenas era miércoles. Justo regresaba yo a 35 kilómetros por hora (no se fuera a romper de nuevo la tele de plasma que me vendieron como vidrio lateral) cuando noté una singular rayita en el cristal del parabrisas. No le di la menor importancia. Luego, como que me pareció que la rayita se movía. Eso no puede ser, pensé yo llena de confianza. Entonces, justo en un alto, le seguí el rumbo con la vista a la misteriosa y activa raya… cuando llegué al origen, sentí que se me fue el aire. Un shingazo, pequeño pero jodedor, justo en el lado del copiloto del parabrisas. Como una sutil telaraña de la que salían hilos de plata que abarcaban ya en ese momento casi todo el vidrio.
¿Por qué cuando uno se encabrona por cosas tan absurdas se talla la cara fuerte con las manos como si eso resolviera algo?
Es un misterio.
El hecho es que tallé mi cara fuerte con las manos como si eso resolviera algo.
El chiste: mil 200 pesos. Menos que el plasma, eso sí.
Pero apenas era miércoles.
El jueves me desperté mal. Con esos achaques de señora embarazada, pero de las que tienen dinero. De las que se pueden dar el lujo de quedarse en la casa con las patas levantadas y nomás esperando que María les lleve el agua fresca.
No está de más aclarar, que no son de esas. Y que conste que no es porque yo no quiera o me parezca superficial. No lo soy porque no tengo posibilidades, así que con todo y mis achaques me fui a trabajar. Mal todo el día. Mal. Mal.
En la noche cuando llegamos a la casa, subí a la recamara mientras mi marido (dechado de virtudes – y a falta de María- ) preparaba algo para cenar.
Me acerqué al mueble donde está la tele para tomar un libro. De repente, me movieron el piso. Sentí como si llevara unas 7 caguamas y anduviera en ayunas. Luego me sentí livianita, livianita y entonces como que me “desvanecí”, y de todos los rincones de la casa en donde pude haberme desvanecido sin peligro y a placer, lo hice junto a la tele. Trágicamente junto.
Por un momento como que se me oscureció el mundo y la luz llegó cuando escuché clarito las 42 pulgadas caer al piso y hacerse garras.
Si había dicho al principio que no había metáforas en este cuento de cosas rotas, me retracto. Juro que escuché el corazón de Fernando romperse en pedazos.
Ya estaba el pobre parado en la puerta de la recamara con un plato en cada mano. Vi cómo se le iba el color de la cara (cosa nada fácil).
Aún así, tengo que reconocer que tuvo el arrojo de:
1) no soltar los platos
2) primero ver si yo estaba bien
3) no dejarme en ese momento y para siempre
Dos minutos de “estás bien?, qué te traigo? Siéntate aquí” y luego... su mirada al piso.
Esa mirada igualita a la de cuando tienes 6 años y atropellan a tu perro frente a ti.
No esperé a que me pidiera unos minutos a solas con “ella”. Tuve el aplomo de salir de la recámara y dejarlo ahí, con sus sueños igualitos que el vidrio lateral, el parabrisas y la tele… rotos machín.
“Que suene como un río lo que se quiebra, y que el mar reconstruya con su largo trabajo de mareas tantas cosas inútiles que nadie rompe, pero se rompieron”, dice el buen Neruda.